La relación entre el arte y el poder ha sido, históricamente, una de las zonas más complejas y ambiguas de la vida pública. Ningún régimen político —de izquierda, de derecha, hegemónico o alternante— ha sido indiferente a la potencia simbólica de los artistas. Todos, sin excepción, buscan su cercanía: saben que la legitimidad pasa también por la cultura, por quienes la producen y por las narrativas que éstos pueden construir o desmontar.
En México, esta tensión se ha expresado de manera particularmente visible. Durante buena parte del siglo XX, el Partido Revolucionario Institucional desarrolló una relación paternalista con la comunidad artística: privilegios, becas, reconocimiento institucional y cierta aura de consagración funcionaron como dispositivos de alineamiento. Hubo, por supuesto, voces críticas; hubo artistas reprimidos; hubo también una élite cultural que, aun consciente de los excesos del poder, prefirió sostener una convivencia cómoda. Con la creación de sistemas de becas en los años ochenta y noventa, surgió además un nuevo dilema: ¿hasta qué punto la institucionalización del apoyo al arte genera dependencia, inhibe la crítica, desactiva la disidencia?
La alternancia política parecía prometer otros aires. Con la llegada del Partido Acción Nacional, muchos artistas mantuvieron una distancia crítica frente al poder; otros replicaron inercias. Y cuando finalmente emergió la llamada Cuarta Transformación, buena parte de la comunidad cultural creyó que por fin llegaría un proyecto capaz de romper vicios históricos: burocracia asfixiante, corrupción, discrecionalidad, opacidad presupuestal, políticas culturales erráticas.
Sin embargo, la realidad ha sido menos luminosa. Muchos de los antiguos operadores del viejo régimen migraron sin pudor al nuevo gobierno, reproduciendo las mismas prácticas de control, favoritismo y cooptación. Y lo que sorprende —y duele— es que una parte considerable de los artistas que antes criticaban esos males hoy callan. O justifican. O se alinean, convencidos de que la afinidad ideológica es suficiente para absolver al poder de sus excesos.

La pregunta, entonces, vuelve a ser impostergable:
¿A quién debe servir un artista? ¿A un partido? ¿A un gobierno? ¿A sus propios intereses? ¿O a una ciudadanía que necesita, más que nunca, voces capaces de cuestionar, incomodar y alumbrar zonas oscuras?
Porque si algo debería distinguir al pensamiento creativo es su capacidad para mantener una distancia saludable respecto del poder, cualquiera que éste sea. El arte pierde fuerza cuando se convierte en aplaudidor. Pierde brújula cuando renuncia a la crítica. Pierde sentido cuando cambia la reflexión por la conveniencia.
Y sin embargo, es cierto: la precariedad pesa. La falta de políticas culturales sólidas pesa. El abandono institucional pesa. En un país donde vivir del arte es sobrevivir, no sorprende que muchos creadores encuentren en la cercanía al poder una tabla de salvación —aunque esa tabla contradiga principios que antes defendían con firmeza.
Esa es la gran paradoja: ser creador en un sistema que invita a convertirse en aplaudidor.
Pero justamente ahí radica la urgencia de la pregunta: ¿qué papel queremos jugar?
¿El de quien legitima al poder, o el de quien lo cuestiona para abrir posibilidades de futuro? ¿El del artista domesticado o el del artista que incomoda? ¿El que carga banderas partidistas o el que sostiene una postura ética que trasciende coyunturas?
Porque al poder —cualquiera que sea su color y su época— no se le aplaude: se le vigila, se le incomoda, se le cuestiona. Ésa es la función pública del arte cuando el arte decide no ser servidumbre.
Y quizás ahí, en esa distancia crítica, esté la única forma de dignidad posible para una comunidad creativa que merece, y puede ofrecer, mucho más que obediencia.


