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Cultura de paz. Una urgencia impostergable.

A la memoria de Jorge Eduardo Dávila Ramírez. En solidaridad con sus familiares y amigos.

En esta columna hablamos de cultura. Pero no es de mi interés dejarla únicamente como un espacio para la promoción de las obras de nuestra valiosa comunidad cultural, ni que sirva de mero y simple adorno institucional, o como aquella que se programa en una lista interminable de eventos —ya sea desde la dependencia estatal o municipal— con fines de promoción electoral o partidista. Esta reflexión busca concebir el papel de la cultura como un valor esencial para la sociedad, como una herramienta viva que transforma, que sana, que une, que educa. Hablamos del valor que la cultura tiene para los individuos, para las personas, y particularmente para los jóvenes, las adolescencias y las infancias.

Hablar de cultura implica un compromiso social: el compromiso de fortalecer los lazos humanos, los vínculos afectivos y, sobre todo, de construir espacios seguros. Porque la cultura, cuando es verdadera, no se limita a los escenarios o a los museos: se manifiesta en la convivencia, en la empatía, en el respeto al otro y en la posibilidad de caminar sin miedo por las calles.

Desde que se declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico” en 2006, durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, el país no ha dejado de vivir una espiral de violencia e inseguridad. Lo que inició como una estrategia de combate al crimen organizado terminó siendo una herida abierta que se ensancha cada día. Hoy, México es un territorio donde el miedo se volvió rutina, donde salir a trabajar, a estudiar o simplemente a vivir puede significar un riesgo.

El reciente asesinato de un joven estudiante de la Facultad de Estomatología de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, Jorge Eduardo Dávila Ramírez, nos coloca una vez más frente a esa realidad dolorosa. Un joven de 23 años, descrito por quienes lo conocieron como entusiasta, solidario y ejemplar, fue asesinado fuera de su horario de clases. Lo que debería ser un hecho inadmisible en cualquier sociedad aquí parece diluirse entre declaraciones absurdas, como la del Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) de la capital, Juan Antonio Villa Gutiérrez, quien, en una desafortunada declaración, pareció justificar el suceso afirmando que ocurrió “fuera del horario escolar”.

Esa frase, por sí sola, refleja la insensibilidad y el deterioro del pensamiento institucional en nuestro país. Como si la seguridad tuviera horario. Como si la vida de un joven, de cualquier ciudadano, pudiera estar protegida de nueve a cinco y desprotegida el resto del tiempo.

La cultura de la indiferencia se ha vuelto la norma. Vemos cómo la autoridad evade su responsabilidad bajo el pretexto de que “no le corresponde”, mientras las familias se hunden en la impotencia y el miedo. Hace poco, en la misma universidad, una estudiante fue víctima de abuso dentro de las propias aulas de Derecho. Lo que debería ser un espacio para el respeto de la ley terminó siendo el reflejo de su quebranto.

Y entonces cabe preguntarse: ¿cómo hablar de cultura si la cultura no está generando los cambios que necesitamos? ¿Cómo hablar de transformación si seguimos formando generaciones que crecen con miedo?

Hablar de cultura hoy es hablar también de una cultura de paz, de una cultura de prevención, de acompañamiento y de sentido comunitario. No podemos seguir reduciendo la cultura a festivales o inauguraciones. La cultura debe permear los barrios, las colonias, las comunidades. Debe llegar donde la política y la seguridad han fallado.

El Estado no puede limitarse a entregar becas o apoyos económicos sin un verdadero acompañamiento. Se requiere fomentar una cultura de emprendimiento y de responsabilidad social, donde los jóvenes comprendan que tienen herramientas para construir un futuro distinto, pero donde también el Estado tenga la obligación de garantizarles las condiciones mínimas para lograrlo.

Porque la violencia no nace de la nada. Se alimenta del abandono, de la impunidad, de la desigualdad. Y también de la narrativa del poder que, bajo el lema de “abrazos, no balazos”, ha confundido la compasión con la permisividad. Hoy los balazos siguen, pero los abrazos no llegan. Y los que abrazan son las madres, los amigos y los compañeros que despiden a los jóvenes asesinados.

El reciente caso del alcalde de Uruapan, Michoacán, asesinado por un adolescente de 17 años, nos revela otro rostro brutal: el de los niños sicarios, el de las infancias arrebatadas por la criminalidad. Ese es el fracaso más grande de un país que no ha sabido proteger su semilla.

Por eso, hoy más que nunca, debemos exigir una cultura de paz, una cultura de respeto, una cultura que eduque desde la raíz y no sólo maquille el deterioro. No más discursos huecos, no más eventos para la foto. Necesitamos políticas culturales que prevengan, que transformen, que acompañen.

Mucho se habla de cultura, pero hace falta vivirla. No sólo desde los palacios y los teatros, sino desde las calles, las aulas y los corazones. Y quizá, desde el acompañamiento de buenas políticas culturales —más allá del acarreo y del infame uso político— algún día podamos brindar esa sanidad vuelta paz que, desde hace mucho, deseamos y necesitamos.

La cultura no es un lujo. Es una necesidad urgente, una forma de resistencia, una manera de reconstruirnos.

Que este joven estudiante de la UASLP descanse en paz. Y que su muerte no sea un número más, sino un llamado a la conciencia. Que sea el punto de partida para repensar la ciudad, el estado, el país que estamos dejando a nuestras juventudes.

Por una cultura de vida, de paz, por nuestras infancias, adolescencias y juventudes.
Así sea.

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