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DE COLIBRÍES… E INFINITAS COMPAÑÍAS, QUE NOS SOBREVUELAN CADA DÍA EN EL FRAGOR DE NUESTROS DUELOS

Que la voz de nuestras propias aves nos haga conscientes de ello y nos ayude a levantar nuestro propio vuelo.

¿Cómo sobreponerse a la pérdida? ¿Qué voces del duelo nos significan? ¿Quiénes, o qué, representan ese dolor que se vuelve irrefrenable ante la separación eterna de quienes amamos? Tales son las preguntas, los severos cuestionamientos ante la muerte que desgaja vidas y nos deja en el vacío, en la soledad del abandono inesperado.

“Alguna vez vi un colibrí” es una pieza que nos conmueve en demasía. A través de cuatro soberbias y poderosas interpretaciones, parece agrandar esa orfandad. Raúl Tamez (Ciudad de México, 1987) mira el duelo, lo disecciona sobre sí mismo y, sin temor, lo recrea en escena. Nos desgaja —sutil, fibrosa pero amorosamente— hacia la aceptación y el reencuentro, porque, al final, ¿qué seríamos sin esas pérdidas que también nos permiten el crecimiento, la evolución de nuestro ser y de nuestra humanidad a través de la vulnerabilidad?

En un ejercicio imaginado a raíz de un dueto creado en 2022 para la Biblioteca Pública de Lincoln Center de Nueva York, el ganador del Premio Nacional de Danza Guillermo Arriaga en 2016 se cuestionó qué pasaría si una pareja entrañable, amorosa entre sí, falleciera en momentos distintos y se reencontrara —en planos, en almas, en espíritus— en otro espacio, en otra temporalidad.

Conjuntando los saberes de distintos integrantes de La Infinita Compañía, su agrupación que con esta propuesta conmemoró veinte años de existencia dancística, Raúl Tamez (galardonado con dos Lunas del Auditorio por la creación del Festival Internacional de Danza Contemporánea de la Ciudad de México) nos sumerge en un más que poético tríptico coreográfico, unificando tres piezas cortas (dos solos y un dueto) a través de tres generaciones de bailarines, con una intimidad minimalista y altamente emotiva.

En “Flores negras”, la monumental bailarina Arantxa Nieto abre este ritual conectando tiempos: pasado y futuro conjugados en un presente que se bifurca entre los que ya no están y los que han dejado de permanecer. Surge así la posibilidad de escuchar a la otredad, esa que la ausencia resignifica en voces también del instinto: un caballo, un venado, un alce o un ave. El poderío corporal de la bailarina nos estremece, nos sacude y no nos deja indiferentes. Somos parte de ese eco de ausencias, de voces y añoranzas constantes e inacabables.

En la segunda parte, “Alguna vez vi un colibrí”, es una pareja quien manifiesta el dolor de la separación por lo inevitable de la muerte. En una transmutación que permite el reencuentro —volver en forma de colibrí para dar consuelo— se abre una oportunidad de eternidad. El consuelo se da, pero sentir que “todo estará bien” pese al no estar muchas veces no es suficiente. Aquí la pareja supera el dolor, y la muerte misma los vuelve esas aves que se expanden más allá de todo vuelo, en el amor más infinito.

Paulina del Carmen y José Ortiz, bailarines en la medianía de sus treinta años, se expanden inconmensurables en un despliegue de recursos corporales que, lo mismo en sus espacios individuales que compartiendo los cuerpos en escena, se transforman en esas alas visibles que llevan el amor, el deseo, el duelo y la esperanza. Se extienden en rostros, brazos, piernas y cuerpos enteros, en descanso y abandono total de la emoción. Sublimes.

Y, en el cierre, Montserrat Payró, bailarina con experiencia de vida que permite ver y sentir esa evolución que nos transforma con el tiempo, interpreta “Hija del caballo”. Es el duelo maternal, ese dolor que busca mil maneras de describirse, que araña los entornos por encontrar sentido a lo que ya dejó de tenerlo y que solo persiste en sueños y aves que lo manifiestan; que arropan la crueldad del recuerdo y sacuden lo que parece haberse anclado en nuestro ser. Ante ello, la constante idea de la dolorosa finitud. Payró nos da el jalón final, sin contemplaciones, en un ritmo pausado que sostiene segundo a segundo, que hipnotiza, que desmenuza el dolor de una madre sin aviso, lentamente, sin perder la fuerza ni la trascendencia de lo que vive y duele. Excelsa, para un cierre necesario.

En “Alguna vez vi un colibrí. Una saga de tres vuelos que surcan el tiempo”, Raúl Tamez (ganador del Bessie Award en 2022) envuelve este manifiesto sobre la pérdida con la sonoridad musical de Preto Velho, Milton Nascimento, Sopa de Pedra, Ernst Reijseger y Stephan Micus, logrando un deleite como pocos en la danza contemporánea. Un poema corporal que transgrede la emoción de quien observa, de quien se contagia y asume el duelo —ese que, de una y mil maneras, todas y todos llevamos dentro, cargamos y muchas veces jamás asimilamos.

Que la voz de nuestras propias aves nos haga conscientes de ello y nos ayude a levantar nuestro propio vuelo.

Gracias, Infinita Compañía.
Por veinte años más.

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