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¿Himno a San Luis Potosí o a la arrogancia del gobernador?

La cultura parece reducirse a aquello que resulta espectacular, masivo, mediático y políticamente rentable.

El gobernador del estado de San Luis Potosí, Ricardo Gallardo Cardona, anunció recientemente la realización de un nuevo himno dedicado a la entidad potosina, encargado al reconocido grupo musical local Los Acosta, una agrupación que gozó de gran popularidad durante la década de los noventa y cuyos éxitos les valieron nominaciones a los Latin Grammy. En su momento, fueron conocidos como El Grupo Consentido de México, y nadie puede negarles una trayectoria relevante dentro de la música popular romántica.

Sin embargo, la discusión no pasa por cuestionar la legitimidad artística del grupo ni su lugar en la historia musical del país, sino por el acto político y cultural que implica que un gobernador decida, desde el poder, imponer un “himno” como símbolo identitario, sin mediaciones, sin consulta, sin convocatoria abierta, y —sobre todo— sin un criterio cultural amplio.

Este gesto no es nuevo. Forma parte de una práctica reiterada del poder en San Luis Potosí, particularmente desde que la llamada Gallardía gobierna primero el municipio de Soledad de Graciano Sánchez y, posteriormente, la capital potosina y el estado entero. Ya en tiempos de Ricardo Gallardo Juárez, con episodios como el Festival de la Cantera, se hacía evidente una lógica: los gustos personales del gobernante por encima de cualquier política cultural sólida.

Hoy, con Ricardo Gallardo Cardona en la gubernatura, esa lógica se ha profundizado. La cultura parece reducirse a aquello que resulta espectacular, masivo, mediático y políticamente rentable. La Feria Nacional Potosina (FENAP) es el ejemplo más claro: millones de pesos invertidos en artistas de gran renombre, mientras la infraestructura cultural del estado se debilita, se descuida o se desprecia. Se construye así la idea peligrosa de que la cultura solo existe cuando coincide con los gustos del gobernador.

El caso del Xantolo, ritual profundamente arraigado en la Huasteca Potosina, es otro síntoma de esta distorsión. Su traslado y resignificación en la capital ha generado impacto y visibilidad, sí, pero también una pérdida de sentido ritual. Lo que era una ceremonia comunitaria se convierte en una verbena popular, en entretenimiento, vaciado de su dimensión simbólica y espiritual. De nuevo, el criterio no es cultural, sino político y escenográfico.

Para entender el presente, conviene mirar al pasado. No es la primera vez que un gobernador intenta apropiarse simbólicamente de la identidad potosina a través de un himno. Durante el periodo de Gonzalo N. Santos (1943–1949), el compositor José “Pepe” Guízar recibió el encargo de crear un himno para San Luis Potosí. La leyenda —oscura, pero persistente— cuenta que, ante el retraso del compositor, el gobernador lo confinó en una hacienda de la Huasteca hasta que concluyera la obra. De aquel episodio nació Acuarela Potosina, inmortalizada después por Jorge Negrete.

Paradójicamente, Acuarela Potosina terminó siendo más un himno regional que estatal: habla de paisajes, afectos y territorios que trascienden los límites administrativos de San Luis Potosí. Y, aun así, el pueblo la adoptó como suya. No fue un decreto: fue una apropiación colectiva.

Hoy el escenario es otro. El nuevo tema anunciado por Los Acosta —previsto para presentarse en enero de 2026— es una canción de alrededor de cuatro minutos que se apoya en un recurso claro: el mantra. La repetición constante de frases como “Viva San Luis” busca fijarse en el inconsciente del escucha. Pero lo que se escucha, hasta ahora, es un tema que no invita a la complejidad ni a la creatividad; un discurso plano, promocional, más cercano al jingle que a una obra con profundidad simbólica.

El propio gobernador ha difundido con orgullo un adelanto en sus redes sociales. Se le ve satisfecho, complacido. Pero la pregunta persiste: ¿a quién está dedicado realmente este himno? ¿A San Luis Potosí o a la imagen del gobernante?

Lo verdaderamente preocupante es lo que no ocurrió. No hubo convocatoria pública. No se invitó a los cientos de músicos, compositores, poetas y creadores independientes del estado. No se abrió un diálogo. Se optó, una vez más, por el capricho del poder. Por lo que le gusta al gobernador. Por lo que le resulta familiar. Por lo que puede controlar.

Y entonces la cultura vuelve a ser rehén.

En el fondo, este himno no puede separarse del contexto político que se avecina. En 2027 se perfila la intención de impulsar la candidatura de su esposa, la senadora Ruth González Silva, en medio de una polémica aprobación de la llamada ley de paridad y de un contubernio evidente entre órganos electorales y el poder ejecutivo local. En ese escenario, toda pieza simbólica —incluida una canción— puede funcionar como propaganda anticipada.

Queda abierta la reflexión.
Seguimos atrapados en la egoteca de un gobernante, en la idea de que el poder puede decidir qué nos representa, qué nos nombra y qué nos canta. Este nuevo himno parece menos un canto a San Luis Potosí y más un himno a la soberbia, al egocentrismo y al abuso del poder.

La historia, tarde o temprano, sabrá distinguir la diferencia.

Hasta la próxima.

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