A unos meses de rendir su Cuarto Informe de Gobierno, el gobernador Ricardo Gallardo Cardona parece querer proyectar una imagen de estricto apego a la ley y a los tiempos electorales. Su advertencia fue clara: “El que se caliente, se va”, lanzó ante su equipo, en referencia a aquellos que osen adelantar aspiraciones políticas antes de lo permitido.
El mensaje, en apariencia firme y contundente, choca frontalmente con la realidad que se vive en el estado. Y es que nadie ha impulsado con más entusiasmo —y recursos públicos— una campaña adelantada que el propio gobernador en favor de su esposa, la senadora Ruth González Silva, a quien todos en el ámbito político ya ven como la candidata natural del Partido Verde para la gubernatura en 2027.
Desde apoyos sociales, giras disfrazadas de cercanía legislativa, hasta una presencia constante en eventos oficiales y sociales, es evidente que la maquinaria institucional ha sido puesta al servicio de una causa personal y familiar. Por eso, el discurso de Gallardo suena más a una advertencia selectiva que a un verdadero llamado a la legalidad.
En entrevista reciente, el mandatario reiteró su postura: “El que se mueve no va a salir en la foto, así de fácil”, insistió. Pero en la fotografía política actual del estado, la figura de su esposa aparece en primer plano, con foco, flash y marcos pagados.
Gallardo también aprovechó para hablar del futuro de su partido, el PVEM, y de las posibles alianzas electorales, asegurando que “no somos un partido, somos un movimiento”. Sin embargo, es un movimiento que, paradójicamente, parece girar cada vez más en torno a una dinastía política en ciernes.
Resulta difícil tomar en serio los llamados a la “institucionalidad” cuando desde la cima misma del poder se están borrando los límites entre el interés público y el proyecto personal. La historia ya nos ha mostrado que cuando la política se convierte en asunto de familia, el riesgo para la democracia potosina y para la salud política del estado es mayúsculo.
El gobernador debería recordar que la legitimidad no se construye con discursos, sino con coherencia entre el decir y el hacer. De momento, esa coherencia brilla por su ausencia.