“Trabajar en este gobierno fue hacerlo con miedo, con la incertidumbre de ser despedido por un tipo caprichoso, inseguro y visceral”. Con esta frase demoledora, la extrabajadora del Gobierno del Estado, Lorena Morán, resume lo que describe como el ambiente tóxico, precario y profundamente clientelar que se vive dentro de la administración encabezada por Ricardo Gallardo Cardona.
A sus 28 años de servicio, asegura que nunca pensó en jubilarse tan pronto. “Mi idea era seguir más tiempo, me sentía y me siento joven, pero no podía quedarme cargando la vergüenza de ser parte de la ‘pollardía’. Fue un mal necesario… pero lo logré”. La trabajadora relata que su decisión de retirarse anticipadamente fue menos una elección libre que un acto de supervivencia burocrática: fingir lealtad, disfrazarse de “verde” para no perder su antigüedad ni sus derechos laborales.
En su testimonio, la extrabajadora pinta un retrato implacable del modus operandi oficial: una administración volátil donde “hoy estás y mañana ya no”, y donde la simulación política es vista como estrategia de protección personal. “Simular que eres verde para salvar tu antigüedad no es traición: es inteligencia”, sentencia con ironía.
Sus palabras también denuncian el cinismo de un gobierno que presume ruptura con el pasado pero se nutre de los mismos cuadros a los que llama “maldita herencia”. “Los verdes NO son izquierda. Los verdes tienen a todos los que ellos llaman ‘maldita herencia’ adentro del Gobierno del Estado, comen en el mismo plato del que tanto reniegan, un día sí y al siguiente también…”, subraya con mordacidad.
El relato también revela la presión constante para demostrar fidelidad política, incluso con gestos públicos triviales —posar con una gorra, una camiseta verde, tomarse la foto con el gobernador— que podían significar la diferencia entre conservar o perder el trabajo. El costo personal fue alto: lluvia de críticas, juicios de conocidos y desconocidos por haber “negociado” con la foto. Pero para ella, era un acto de autodefensa laboral.
“No tenemos por qué perder nuestros derechos laborales. Es válido engañar a la ‘pollardía’ si eso garantiza tu futuro. Porque esto no es una empresa privada, y nosotros no éramos sus obreros. A mí no me pagó el Pollo de su bolsillo: me pagó el Estado durante 28 años.”
La trabajadora reconoce haber conocido también personas valiosas y trabajadoras dentro de la administración actual —una especie de “no todo está podrido”— pero no duda en calificar el entorno como un gobierno de miedo y sumisión.
El trasfondo es más amplio y preocupante: un sistema de lealtades forzadas, despidos injustificados y simulación política obligada para garantizar la estabilidad laboral de servidores públicos. El Estado convertido en botín electoral y los trabajadores reducidos a fichas de clientelismo, obligados a aplaudir para sobrevivir.
Ella misma advierte que este régimen, por más que aspire a perpetuarse, no será eterno: “No hay mal que dure cien años, y este… no va a llegar a 18 como pretende.”
Finalmente, su jubilación es descrita como victoria amarga, pero victoria al fin. “Este reconocimiento no es un halago inmerecido: me lo gané a pulso. Trabajé incansablemente y me comprometí con mi chamba. Salí victoriosa”.
El testimonio revela no solo el costo personal de sobrevivir en la burocracia estatal, sino las condiciones estructurales que perpetúan la sumisión, el miedo y la simulación como moneda de cambio en la política potosina. Una postal de realismo crudo —y nada mágico— sobre la naturaleza del poder local.