Mientras el Gobierno del Estado presume eventos multitudinarios internacionales, en recintos como la Arena Potosí, los Teatros del Pueblo, el Palenque de la FENAPO y El Domo, la realidad es mucho más turbia: todos ellos operan al margen de la ley. No cuentan con permisos básicos de uso de suelo, licencias de funcionamiento, dictámenes de Protección Civil ni autorizaciones para la venta de alcohol. Es decir, están fuera del marco legal… y les da igual.
La organización Ciudadanos Observando evidenció esta irregularidad tras solicitar al Ayuntamiento de San Luis Potosí información oficial mediante la solicitud foliada como 240474425000339. La respuesta fue contundente: no hay un solo permiso vigente para los años 2024 y 2025 en ninguno de esos recintos. Y la fecha de respuesta lo confirma: 15 de julio.
El dato es escandaloso por sí solo, pero lo es aún más cuando se entiende quién se beneficia de esta ilegalidad. Salvo El Domo —de propiedad privada—, el resto de los espacios están bajo control directo o indirecto del Gobierno del Estado. En torno a ellos se ha tejido una red de intereses donde un grupo selecto de funcionarios cercanos al gobernador ha acaparado la operación y concesión de servicios: venta de cerveza, refrescos, aguas, snacks, alimentos y hasta sanitarios portátiles. Son, en los hechos, grandes negocios operando en la ilegalidad con cobertura oficial.
La omisión del Ejecutivo no es accidental. Es deliberada, funcional y rentable. La ausencia de permisos no es un descuido: es una estrategia. Operar sin reglas permite evadir requisitos, inspecciones, responsabilidades y, por supuesto, repartir utilidades sin rendir cuentas.
La situación raya en lo criminal. Recintos que congregan a miles de personas no tienen garantía alguna de seguridad estructural ni control sobre el expendio de alcohol. En la Arena Potosí ya se han registrado dos muertes: un trabajador durante la construcción y un guardia de seguridad durante un evento. ¿Qué más debe pasar para que se actúe?
La impunidad tiene dueño, y se llama Gobierno del Estado. Mientras al comerciante común se le exige hasta el último sello, el Ejecutivo opera como si la ley no le aplicara. La Ley de Bebidas Alcohólicas y los reglamentos municipales son claros: sin licencia de uso de suelo no hay funcionamiento, y sin funcionamiento, la venta de alcohol es ilegal. Pero la ilegalidad se vuelve costumbre cuando es negocio para el poder.
La pregunta es incómoda, pero urgente: ¿quién se atreverá a ponerle un alto?